Linda
Domingo Tessier, 1960.
Guatemala.
Abril.
La
una y media de la tarde.
Bonifacio
-traje negro raído-, la vista clavada en el pavimento, va cruzando el Parque
Central. Al llegar a la altura de la Fuente luminosa mira distraídamente el
agua cristalina que deja ver nítido los feos sumergidos. Un robusto lustrabotas
se acerca a refrescarse la cara.
Ondas
en la fuente.
Sol
perpendicular.
La
vista de Bonifacio sigue el baile ondulante de los focos; de pronto descubre
sobre las ondas a una mariposas que pataleando desesperadamente, se defiende de
una muerte segura.
Muerte
por inmersión.
Bonifacio,
que siente un cariño animal por los animales, comprende que su deber es salvar
a esta mariposa. Con la timidez del bueno, mira a su alrededor, ve que el
lustrabotas se aleja secándose la cara con un pañuelo mugroso y, en un
esfuerzo, balanceando su cuerpo sobre el borde de la fuente, logra alcanzar al
insecto y salvarlo del peligro.
Abriendo
cuidadosamente los dedos, hace escurrir el pequeño charco formado en la palma
de su mano - palma lisa, de hombre liso - y las alas casi transparentes de la
mariposa, agotadas por el cansancio de su larga lucha contra la muerte, se
pegan a su piel. La mariposa trata de abandonar la mano de Bonifacio, pero sus
esfuerzos resultan estériles.
Está
cansada.
C...a...n...s...a...d...a...
Cansada
de luchar contra el agua de la fuente, que para su pequeña proporción era un
océano.
Bonifacio
vuelve su mano para ayudar al animalito a desprenderse; tampoco lo logra. Pero,
como se trata de completar la obra buena, se sienta en un banco cercano y
tiende su mano al sol para secar el maltratado cuerpo de la mariposa. Su vista
vaga desde el insecto a los campanarios de la Catedral y las torretas del
Palacio.
De
pronto, algo sólido cae en su mano. Un turista exuberante -máquina fotográfica,
fotómetro, telémetro y una mujer albina colgada del brazo- ha dejado caer
generosamente una moneda en la mano de Bonifacio, confundiéndolo con un
pordiosero, y sigue su camino, imperturbable, conociendo el país a través del
lente de su "Leica".
Bonifacio,
sin salir de su indignada sorpresa, lo primero que hace es ver si su mariposa
no ha quedado aplastada por el peso de la moneda. La levanta cuidadosamente y
un suspiro de alivio arranca de su garganta al ver a la mariposa salvada de un
nuevo peligro. Viendo alejarse al turista, murmura:
-¡Gringo
de...!
Pero
antes de seguir contando la historia de Bonifacio y su mariposa, hablemos de la
mariposa y de Bonifacio.
La
mariposa: Es una mariposa vulgar y corriente. ¿Mariposa? casi una polilla.
Gris-café o café-gris. Una pequeña mancha amarilla en cada ala. La mariposa más
simple que puede darse. La verdad es que si Bonifacio no fuera quien es -¡un
alma de Dios!- la habría dejado morir sin el menor remordimiento. Yo lo habría
hecho, pero Bonifacio...
Bonifacio:
¿Edad? Por los... y cinco. Incoloro, como la mariposa que tiene en la mano.
Seguirá ganándose la vida en ocupaciones eventuales: mandadero, conserje,
cobrador, en fin, lo que caiga. No alcanzó a ser tinterillo. Su pasado y su
porvenir no le preocupan. Ni el antes ni el después. Su pasado y su porvenir
los lleva puestos como un traje negro raído y sus zapatos gastados. ¿Mujeres?
Algunas, pero sólo compradas en algún callejón sórdido.
Sol.
Sol
perpendicular.
Sol
generoso que reanima a la mariposa de Bonifacio.
De
pronto se desprende de su mano y, después de un vuelo débil e inseguro y
de un revoloteo agradecido, se pierde entre los árboles. Bonifacio la ha
seguido con la vista, dibujada una sonrisa de niño en su cara de hombre triste.
¡Tan!...¡Tan!...
Dos
campanadas sonoras acompañan a la mariposa en su vuelo como uniendo la voz del
cielo a su alegría de sentirse libre, segura, dueña del espacio.
Bonifacio
-solo- comienza a vagar.
Recuerda
la inesperada moneda; decide lustrarse los zapatos, que no han conocido
este lujo desde que salieron de la tienda. Llama al lustrador -ahora tendido
perezosamente a la sombra de un árbol- y con aire de gran señor solicita el
servicio.
Han
transcurrido seiscientos segundos.
En
la última pasada de paño sobre los zapatos gastados de Bonifacio, éste ve una
pequeña sombra, un gracioso arabesco que sol y mariposa dibujan en el
pavimento. Alza la vista; la mariposa gira en torno al rostro liso de hombre
liso que es Bonifacio. pero ahora no es un vuelo corriente, es un vuelo que
dice de gratitud, de reconocimiento, de...
-Gracias.
¡Muchas gracias! ¡Que Dios se lo pague!
Y
he aquí que la mariposa -vulgar y corriente-se posa sobre el hombro izquierdo
de Bonifacio, tela negra, gastada de años, de soles, de lluvias. El gesto de
Bonifacio al volverse para mirarla resulta grotesco; se pone casi bizco con el
esfuerzo, la sonrisa que va dibujándose en su rostro se tuerce, se distorsiona,
pero no por eso deja de ser una sonrisa franca y desacostumbrada. Se miran, y
comprenden que ya son amigos.
¡Amigos!
Una
brisa leve hace balancear unas dalias cercanas.
Bonifacio
delicadamente espanta a la mariposa, pero sólo por un segundo, porque el
insecto cruza en alegre vuelo al otro hombro. El lustrabotas termina su tarea,
dentro de la mayor economía de esfuerzo y material, da el vuelto y se
aleja.
De
nuevo Bonifacio -solo- con su mariposa; pero ahora una mariposa amiga y feliz,
no un animalito que se debate entre las aguas de la fuente luminosa del Parque
Central.
Y
los dos están felices.
Nuevo
revoloteo y la mariposa se pierde de la vista de Bonifacio.
Sol
casi perpendicular.
Noche.
Cae
la noche sobre el barrio de La Parroquia.
Bonifacio
entra a su cuarto -catre, mesa, una silla, un antiguo reloj- cuarto de hombre
solo. Cuarto sin perfume, sin sombra de mujer. Cuarto sin historia. Cuarto sin
pena, sin gloria. Cuarto de Bonifacio.
Perezosamente
se quita la chaqueta y se tiende en su catre sin pensar en nada. Su mirada vaga
por el cielo raso, disparejo y mal pintado. El foco encendido proyecta una luz
sucia sobre las paredes blancas; blanco-hospital.
Y
pasan las horas. Y no pasa nada.
¿Nada?
No. Sombra de mariposa anima el cuarto, agrandándose, empequeñeciéndose
conforme se acerca o aleja del haz de luz. Los ojos de Bonifacio giran
sincronizados al vuelo de SU mariposa; giran, suben, bailan.
¡Bailan!
Bonifacio
salta del lecho y baila. Extraño baile de hombre y mariposa.
Y
ríe.
¡Y
ríen los dos!
Bonifacio ya nunca estuvo solo en su cuarto; su mariposa con su alegría y su gratitud llenó con creces el cuarto vacío.
La
vida de Bonifacio cambió radicalmente. Cuidó de su aspecto personal: se
rasuraba diariamente y hasta, a veces, solía ponerse algún perfume
barato.
Tenía
de quien preocuparse; comprendía muy bien la responsabilidad surgida del hecho
de salvar a una mariposa de morir ahogada en la fuente luminosa.
Y
cada día sucedían cosas.
¡Cosas
sorprendentes!
Cuando
Bonifacio se quedaba entre las sábanas más de la cuenta, ella lo despertaba, ya
zumbando cerca de sus orejas, ya posándose en su nariz y cosquilleando unos
pelillos rebeldes de sus fosas nasales. Los dos despertaban con alegría de
vivir.
¡Alegría
de vivir!
La
mariposa fue creando serias preocupaciones a Bonifacio. Él sentía que era
responsable de su vida en tal forma, que fue centrando en ella todos sus
desvelos y todo su cariño.
A
fin de ponerla a salvo de nuevos peligros la mantuvo encerrada en su cuarto.
Con un trozo de cartón tapó el agujero que una pedrada lanzada por un niño
travieso dejara en uno de los vidrios de la ventana. Con pedazos de diarios y
trapos viejos rellenó algunas hendiduras de las paredes y la puerta.
Este
hecho llamó la atención de la vieja criada -menuda, espalda encorvada, pocos
dientes y mucha labia- que a diario venía a hacer el aseo del cuarto de
Bonifacio. Un buen día al entrar -paño de aseo en mano- vio a Bonifacio,
encaramado sobre mesa y silla, cubriendo una recién descubierta rendija del
cielo raso.
-¿Qué
está haciendo, don Boni...?
No
alcanzó a terminar la frase cuando su vista se clavó en el lepidóptero que
dormitaba sobre la almohada.
-¡Ah,
bicho inmundo!
Decirlo
y darle con el paño un golpe de muerte a la mariposa, fue todo uno.
Bonifacio,
silla y mesa rodaron por el suelo en la rápida reacción de aquél.
-¡Vieja
bruta! ¡Mataste a mi mariposa!- gritó rojo de cólera, y cogiendo un pedazo de
la silla, que en la caída dejó de ser de una pieza, lo descargó violentamente
sobre las costillas de la vieja, la cual, dando alaridos, corrió al pasillo,
gritando descontroladamente.
-¡Está
loco! ¡Loco! ¡Llamen a la policía!
Escándalo.
Carreras
y gritos.
Sorprendidas
caras asoman a las puertas de los cuartos vecinos. Una pareja -rouge repartido
inequívocamente entre los labios sensuales de ella y el rostro de él- asoma su
somnolencia de un cuarto oscuro.
-¡Está
loco!- sigue gritando y gimiendo la vieja mientras se refugia en el único baño
del fondo.
Con
un portazo violento, cuyo eco retumba en el corredor, Bonifacio se encierra en
su cuarto y corre a ver a su mariposa. Esta, aturdida, aletea levemente; su
pequeño cuerpo cargado sobre un costado. Bonifacio le habla al oído, tratando
de que su aliento le devuelva la vida:
-Mariposa
linda, muévete... ¡vuela!... Linda... ¡Linda!...
Bonifacio,
perplejo aún con la tragedia, empieza a dar vueltas por cuarto febrilmente,
buscando alguna forma de reanimarla, pero no se le ocurre nada. Es imposible
que un hombre como Bonifacio sepa atender a una mariposa herida. ¿Algún vecino?
No, ellos saben de muchas cosas, pero nada saben de mariposas, y menos de
mariposas como la suya.
Al
regresar a la cama, ya la mariposilla -quejándose seguramente- está dando unos
pasos inciertos; las alitas en movimientos espasmódicos y desiguales, vuelven a
su lugar normal. Torpemente logra encontrar refugio bajo la almohada.
Bonifacio,
anhelante, siguió su recorrido mientras la sonrisa de hombre triste fue
asomando a su rostro convulsionado por la cólera primero, por la angustia
después, y, finalmente, por su recobrada felicidad.
Linda...
¡Linda!, susurró suavemente.
Así
la llamó desde entonces.
¡Linda!
Ya
nadie ingresó al cuarto de Bonifacio. Siempre que salía a alguna diligencia
apresuraba su regreso, porque cada nuevo encuentro iluminaba de felicidad el
cuarto solo, de hombre solo que era Bonifacio.
Pero
un día domingo...
Un
día domingo la mariposa se cansó del encierro y aprovechando el primer descuido
de Bonifacio, escondida en la solapa de su chaqueta, salió a la calle.
Mientras
pasaban entre la algarabía formada por un grupo de chiquillos que se
entretenían en lanzar piedras a un perrito, Linda asomó primero su cabeza y
después toda ella, de debajo de la solapa de Bonifacio, que, por el rabillo del
ojo, la adivinó. Cuando su mirada se cruzó con la minúscula mirada traviesa de
Linda, ésta volvió al seguro refugio del traje negro-raído de Bonifacio.
Y
cruzando el Parque Central, a prudente distancia de la fuente luminosa,
llegaron frente a la Catedral. Linda descubrió que iban a misa.
-¡Bonifacio!-
retumbó una voz venida de la vereda de enfrente y que provenía de la garganta
de un viejo paisano de Bonifacio; llamarlo y correr a abrazarlo fue todo uno.
En su alegría desbordada -el exilio lo había separado de Bonifacio por años- lo
palmoteó con tanto entusiasmo como violencia, lanzando un asesino manotón sobre
la solapa-refugio de la mariposa, la que por puro instinto animal logró ponerse
a salvo, volando a una cornisa del campanario.
Todo
sucedió tan repentinamente que Bonifacio solo sintió como una puñalada en la
mariposa, esa muestra de afecto de su amigo; mientras hacía desesperados
esfuerzos por detener su ímpetu, le gritó:
-¡Imbécil!
¡Cuidado con mi mariposa!
En
cuanto logró desprenderse de toda la amistad que le caía encima, miró
angustiado bajo su solapa y al no encontrar a Linda comenzó a buscar
afanosamente por el suelo, entre las piernas de los fieles -medias de seda,
zapatos de última moda, brillo y elegancia- que salían reconfortados de la misa
de una.
Bonifacio
en cuatro pies.
En
cuatro pies, pegado al pavimento recalentado, abriéndose campo a golpes y
pellizcos en busca de su mariposa, gritando entre sollozos:
¡Cuidado!
¡Cuidado! No aplasten a mi mariposa. ¡Linda! ¡Linda!
En
un movimiento que visto desde arriba resultaba una contorsión extraña, con el
rostro cruzado por surcos de lágrimas, con la voz ronca de impotencia,
murmuró:
-Animal,
¿no sabes que mataste a mi mariposa?
Tal
era su desesperación que luego se levantó un murmullo del corrillo, ya formado
por transeúntes, en torno a Bonifacio, que seguía buscando... buscando...
De
los murmullos salieron voces nítidas:
-¡Está
loco! ¡Loco! ¡Loco!
El
amigo, apenado e incómodo al sentirse observado por la muchedumbre ya reunida,
se abrió paso como pudo. Y alejándose pensó:
-¡Pobre
Bonifacio!
Ahora,
Bonifacio era una cosa insignificante que se arrastraba por el suelo en un
círculo pequeño, que la presión de la multitud hacía variar de lugar y de
forma. Una señora -cara empolvada, breviario y rosario en mano- asomó su
cabeza puntiaguda hacia el centro de atención y volviéndose hacia su hija
quinceañera ordenó:
-¡No
mires, hija! Es un borracho.
Bonifacio,
sudoroso, perdidas las esperanzas de encontrar los restos de su mariposa, salió
gateando dificultosamente por entre la turba; Trastabillando se puso de pie
-dos mil ojos clavados en su espalda- y cruzó hacia el parque con su
corazón-mariposa apretado por la angustia. Pesadamente se dejó caer en el banco
del primer encuentro con Linda.
Ojos
húmedos.
Campanario
y torretas de Palacio en niebla a través de las lágrimas.
Sombras
confusas y risas sonoras.
Y
de nuevo solo.
Solo.
Como
un autómata repitió su mirada sobre el hombro izquierdo.
Nada.
Ahora
sobre el derecho. Sostuvo la mirada porque le pareció que algo... algo se movía
sobre la tela negra y raída. Esa sombra fue definiéndose a medida que la
esperanza de Bonifacio renacía.
-¡Linda!
Exclamó.
Si.
Era ella. Linda que asustada por los golpes primero, después por el tumulto,
decidió volver al lado de Bonifacio recién ahora que el peligro había pasado.
Comprendía de las penas y bochornos que Bonifacio había sufrido, porque
siguiendo una huella húmeda en su cara se detuvo junto a una lágrima que brillaba
al sol y, con rápido aleteo, la quebró en mil chispitas que iluminaron el
rostro de nuevo sonriente de Bonifacio.
Un
vuelo breve y de nuevo bajo la solapa.
Las
campanas repicaron alegremente.
¡Din...
dan!... ¡Din... dan!
Como
la mariposa no se decidía a viajar siempre en el encierro de la solapa, y por
hacer travesuras salía de paseo por el traje de Bonifacio, como incitando a un
manotón certero -cosa que sin consecuencias graves se repetía con demasiada
frecuencia- Bonifacio optó por tomar las debidas precauciones para asegurar la
vida de Linda.
Vendió
el único recuerdo que le quedaba de su madre -su gran reloj- y partió con su
mariposa a una tienda de la calle Candelaria.
-Quiero
tela para un traje - solicitó-. Lo necesito de color mariposa.
Detrás
del mostrador, la cara del judió se alargó aún más.
-¿Color...
mariposa?
La
mirada atónita del tendero vagó del rostro de Bonifacio a la mariposa que asomó
desde su solapa y en rápido vuelo fue a posarse a una tela exactamente igual a
su color.
¿Usted
sabe lo que es... el mimetismo? preguntó tímidamente Bonifacio.
Y
Bonifacio se mimetizó.
Pero
aún le pareció que el hecho de hacerse un traje color mariposa no ofrecía
bastante seguridad a Linda.
Fue
donde un sastre del barrio. Lo convenció de que necesitaba un corte especial,
una solapa-refugio, porque...
-Usted
sabe... si mi mariposa... si la gente...
Después
de reiteradas explicaciones imposibles de entender, el sastre accedió en
hacerle una solapa especial porque... :
-Como
usted paga...
Y
Bonifacio cambió de traje, después de años. Orgulloso se paseaba por el
centro.
Un
buen día comenzó a notar -¡qué poco originales!- que los trajes color mariposa
se iban poniendo a la moda. Primero un; después dos. Cientos. ¡Miles! Y con
idénticas solapas. Las mujeres -vanidosas siempre- también empezaron a lucir
trajes color mariposa. Por supuesto exageraron la nota: sus solapas adquirían
forma de gigantescos tirabuzones, de cohetes interplanetarios, formas extrañas
y desconcertantes, como ellas mismas.
Bonifacio
miraba este color mariposa con indefinida sonrisa: si bien los trajes color
mariposa estaban de moda, nadie más que él tenía un traje hecho por una razón
valedera y nadie más que él tenía una mariposa. Su satisfacción aumentaba al
comprobar, andando el tiempo, que las solapas de los demás comenzaban a ser
usadas para guardar monedas, papeles, esquelas amorosas y...otros objetos
relacionados con el amor fácil.
Él
guardaba su mariposa; por eso era distinto y feliz.
¡Feliz!
Feliz
en esta simbiosis perfecta.
Un
día gris, regresaba a su cuarto con su mariposa. De pronto se levantó un
violento temporal; el viento silbó en los tejados. Mientras trataba de
encontrar refugio, un remolino arrancó a Linda de la solapa y la elevó por los
aires. Bonifacio, también juguete del viento, corrió tratando de darle alcance,
mientras ella -más insignificante que nunca- desapareció en el espacio como
minúscula hoja seca.
Por
sobre el aullido del viento se oyeron dos gritos en toda la ciudad:
¡Linda!
¡Lin...!
El
bramido de un potente motor de autobús clavó en la garganta de Bonifacio el
nombre de su mariposa.
Una
frenada tardía.
Gritos
histéricos.
El
viento aullando.
En
el pavimento... un traje de color mariposa, manchado de sangre, dos ojos opacos y
fríos mirando más allá y una mano crispada...
Y
vacía.